sábado, 29 de agosto de 2009

"El deber de sentir"

EL DEBER DE SENTIR


¿Cuándo fue la última vez que nos quedamos contemplando el mar, admirando su grandeza, percibiendo su furia, maravillados con su inmensa majestuosidad?

¿Recordamos cuánto hace que no tardamos más de 40 segundos para recorrer una cuadra, tomándose el tiempo para admirar los puntos hermosos de la arquitectura de la ciudad, los emplazamientos extraños que se alzan en nuestra urbanidad, los sitios con historias maravillosas listas para ser reveladas, a la espera de un oído atento y paciente?

¿Hicimos la prueba últimamente de salir a caminar sin rumbo fijo, sin horarios para llegar a ningún lado, sin más en nuestra cabeza que nuestros pensamientos revelándose casi vírgenes?

¿Caminamos por la ciudad observando la actitud de las personas, intentando descifrar ciertos patrones que nos ayuden a detectar ante quién hemos puesto nuestra mirada y atención? Puede servir como un juego (así como Alejandro Dolina habla de las hermosas y legendarias “Carreras Secretas”, altamente recomendables, por lo menos por quién escribe), pero también puede entrenar un ojo curioso, atento a las diversas situaciones que se suscitan a nuestro alrededor y del cuál, generalmente, somos ajenos.

¿Alguna vez nos sentamos en una plaza a observar jugar a los niños con sus padres, tutores y/o encargados, dejando escapar una sonrisa ante lo puro de la expresión a tan temprana edad?

Estamos inmersos en una sociedad que nos oprime y empuja a competir contra todo y todos; por un puesto de trabajo, por una beca de estudio, por un lugar en la cola del banco, por entrar antes que otro a algún local nocturno, a apurarnos para sentarnos rápidamente en un asiento en el colectivo, antes que otro lo haga.

Vivimos cargados de obligaciones que, conllevan, a nuevas obligaciones con el sólo fin de alienar al hombre, hacerlo monótono e igual a los demás, en una masa gris de un conjunto de órganos que se desplazan en un establo adornado con rascacielos, luces de neón, polución, tristeza.

Nos preocupamos de que nuestros jóvenes piensen, pero dudo que querramos que piensen distinto a nosotros. Tenemos un temor, natural, al cambio, a lo que el “nuevo” puede traer consigo: una mirada superadora, o al menos centrada desde otro paradigma, con cambio de modos y costumbres, de lógicas y retóricas.

Les exigimos que aprendan a escribir, a decir, a pensar. Les enseñamos las maneras correctas de expresarse verbalmente (fallamos en la enseñanza de la expresión corporal), les damos sustentos y marcos teóricos de mil posibilidades de líneas de pensamientos que nunca podrán articular con una realidad extasiada de información, publicidad subliminal y explícita, de una degradación del cuerpo como objeto de consumo y abuso.

¿Cuándo vamos a estimular el sentir? ¿Acaso se puede enseñar a sentir?

¿O lo que está a nuestro alcance es brindar posibilidades, experiencias, vivencias?

Le robaré una expresión a F.R.F. : es la opinión de un cuatro de copas, que entiende la importancia de los procesos cognitivos, relacionales, socio-afectivos, motrices, pero que sospecha que se generó un vacío en el campo del sentir. Ese campo que enriquece el espíritu, produce placer, ordena los pensamientos, convida a la reflexión crítica de nuestras acciones, enaltece nuestras virtudes hasta límites insospechados, genera vínculos, promueve la expresión, dibuja una sonrisa.

Dejo esta inquietud sentada; es un primer esbozo de lo que, pretendo, sea un largo escrito, enriquecido por opiniones encontradas, debates sinceros, parafernalias amistosas, charlas de café, mates y placeres.

La rueda está girando… Es sólo el comienzo.

Profesor P